X400
Asunto: NINDIRÍ-29
Fecha: Thu, 09 Nov 2000 01:21:04 +0100
De: RFT
PARA: nindiri@lettera.net
Querido Nicolás:
Anoche empecé a leer un libro de claves para comprender a los adolescentes. Según me cuenta este libro —cruza los dedos hijo mío, no nos vaya a pasar lo de Ana Rosa Quintana con esto de las citas—, resulta que tú eres un chico brillante, seguramente uno de los más brillantes del mundo. Sin embargo, te ves obligado a trabajar para dos personas mayores, mucho más mayores que tú, que padecemos discapacidad mental y que, ¡¡sorpresa!!, somos tu madre y yo. Nuestro nivel de inteligencia es inferior al tuyo y tenemos un conocimiento del mundo extremadamente limitado y muy por debajo de tu capacidad.
Pese a ser esto muy cierto, estamos todo el día diciéndote lo que puedes o lo que no puedes hacer: siéntate derecho, no sorbas los espaguetis, retira la ropa sucia, baja el volumen de la “tele”... Al mismo tiempo, el asunto es cada vez más horrible porque te damos instrucciones para hacer ciertas cosas y solemos reiterarte, con sermones, lo que es importante y lo que no lo es; todo ello pese a tu inteligencia. Te pedimos constantemente que hagas cosas incomprensibles y no encontramos razón a tus exigencias o a lo que nos pides. Hablamos de cosas raras, impertinentes, y que para ti carecen de importancia. Para colmo de males, nos atrevemos a explicarte lo que es la vida y sus problemas, aunque no lo entendamos bien. Lo hacemos pese a que intentas decirnos que no te entendemos y pese a que nos reiteras que nada de lo que decimos parece serte comprensible. Y además, insistimos en molestarte con instrucciones, peticiones y tareas totalmente desvinculadas de lo que tú haces.
Es fácil saber cómo te sientes. Estás frecuentemente enojado porque estas dos personas, que somos nosotros, tus padres, muy inferiores a tu capacidad e inteligencia, no hacemos otra cosa que decirte lo que tienes que hacer. Por eso murmuras mucho, sacudes la cabeza y hablas lo menos posible con estos dos seres que somos inferiores. Tratas de permanecer alejado de nosotros el mayor tiempo posible, tiempo que dedicas a tus amigos que son comparables a ti en inteligencia y, además, tiendes a olvidar algunos de los encargos que te hacemos para realizar actividades tuyas mucho más valiosas que lo que nosotros te decimos.
Todo esto ocurre porque te ves obligado a trabajar para personas más inferiores que tú, personas torpes como nosotros que además te entregan una miserable paga por tu trabajo, ya que somos unos empleadores deleznables.
Yo mismo, desde este verano y los incidentes habidos, tan sólo te saludo. En mi torpeza, sabiendo que crees que no te quiero y que, por mi subnormalidad manifiesta, no te importo nada, procuro estar todo lo distante que tal torpeza me permite, dándote espacio para que puedas saber si te importo algo más que un pito y procurando no molestar:
-Hola Nicolás.
-Adiós Nicolás.
Poco más te digo en esta gimnasia torpe que me caracteriza, con la cual alcanzo un grado de imbecilidad mayor.
Nos dicen, esos otros adultos torpes que tan retrasados son como nosotros, que el problema no radica en que te dispares con alcohol o drogas, sino en que te fugues. Es decir, no hemos de preocuparnos por tu educación moral que, al parecer, sí hemos conseguido trasladar en nuestra estupidez, sino porque te canses y decidas largarte o bajarte del autobús antes del destino.
Son cosas de adultos torpes o de libros, como ya sabes, pero no me resisto a contártelo con la falsa esperanza de ser aún más idiota. Es como cuando uno se empeña en que le quieran y espera el amor de alguien, como se espera un contacto o una llamada y, sin embargo, si no te llaman, si no quieren estar contigo, es porque no te necesitan, porque quizá te quieren sólo «como un amigo», no como el ser que debería hacer explotar el cariño en el otro, no te quieren ni te desean con el amor que tú quieres abarrotar y que se te escapa por los poros.
En mi incompetencia, no he retirado aún de la nevera el dibujo de las peras que me enviaste hace dos años en un día gris y feo, ese dibujo pegado a la nevera con un imán de galleta «chiquilín» que le ha costado un disgusto dental a más de uno. No lo he retirado, porque aún le rezo, como a la estampita de la Virgen del Remolino que trajo Juani para proteger esta casa y que permanece abierta y esperanzada, como yo he dejado el maletero del coche, para que salga la peste del olor a pienso de conejos y gallinas —sí, ya he sacado la bolsa de basura que llevaba hace quince días y la he dejado en algún sitio—.
Ser mayor es ser olvidadizo, cegato y algo estúpido. En este tiempo, más de dos meses, no he tenido un beso o una mano tuya que se apiade de mi torpeza, pero tampoco los tengo de casi nadie y muy poco, verdaderamente poco, de quien amo; así que, aunque no me acostumbro, porque a esto, hijo mío, no se acostumbra nadie, me aguanto adelantando la noche todo lo que puedo, y luego, vago torpemente por las conciencias de los demás, las que tienen y las que yo he creado.
Hoy, querido hijo, he oído a un actor hablar de que su papel era el de un ser «muy cerebral», para descubrir que se trata realmente de un ser muy de corazón, en esa esquizofrenia de creer que ser cerebral o de corazón son cosas distintas o de creer que en el cerebro no está el corazón y al revés. Luego, me he despachado a gusto con la columna de Félix de Azúa en «El País», cuando habla de que ciertas cosas que quizá sólo sean lo que llamamos «bondad», que ni vemos ni conocemos, están hechas únicamente para que Dios las vea, y no me he resistido, en mi ignorancia, a pensar que quizá ciertas cosas de las que hacemos en tu vida diaria, son sólo para que "Dios las vea" y no para que tengan un efecto demoledor sobre la realidad: tu realidad, tan ajena a la nuestra.
En fin, hijo mío, ya conozco que puedes recordar mis sermones palabra por palabra y, en esta mi soledad e indiferencia, en la que me siento, no me pongo, quizá transgrediendo todas las normas, te envío un abrazo fuerte que no has de recibir, pero que alguien te contará alguna vez, entre tus sueños.
PaPá.
Anoche empecé a leer un libro de claves para comprender a los adolescentes. Según me cuenta este libro —cruza los dedos hijo mío, no nos vaya a pasar lo de Ana Rosa Quintana con esto de las citas—, resulta que tú eres un chico brillante, seguramente uno de los más brillantes del mundo. Sin embargo, te ves obligado a trabajar para dos personas mayores, mucho más mayores que tú, que padecemos discapacidad mental y que, ¡¡sorpresa!!, somos tu madre y yo. Nuestro nivel de inteligencia es inferior al tuyo y tenemos un conocimiento del mundo extremadamente limitado y muy por debajo de tu capacidad.
Pese a ser esto muy cierto, estamos todo el día diciéndote lo que puedes o lo que no puedes hacer: siéntate derecho, no sorbas los espaguetis, retira la ropa sucia, baja el volumen de la “tele”... Al mismo tiempo, el asunto es cada vez más horrible porque te damos instrucciones para hacer ciertas cosas y solemos reiterarte, con sermones, lo que es importante y lo que no lo es; todo ello pese a tu inteligencia. Te pedimos constantemente que hagas cosas incomprensibles y no encontramos razón a tus exigencias o a lo que nos pides. Hablamos de cosas raras, impertinentes, y que para ti carecen de importancia. Para colmo de males, nos atrevemos a explicarte lo que es la vida y sus problemas, aunque no lo entendamos bien. Lo hacemos pese a que intentas decirnos que no te entendemos y pese a que nos reiteras que nada de lo que decimos parece serte comprensible. Y además, insistimos en molestarte con instrucciones, peticiones y tareas totalmente desvinculadas de lo que tú haces.
Es fácil saber cómo te sientes. Estás frecuentemente enojado porque estas dos personas, que somos nosotros, tus padres, muy inferiores a tu capacidad e inteligencia, no hacemos otra cosa que decirte lo que tienes que hacer. Por eso murmuras mucho, sacudes la cabeza y hablas lo menos posible con estos dos seres que somos inferiores. Tratas de permanecer alejado de nosotros el mayor tiempo posible, tiempo que dedicas a tus amigos que son comparables a ti en inteligencia y, además, tiendes a olvidar algunos de los encargos que te hacemos para realizar actividades tuyas mucho más valiosas que lo que nosotros te decimos.
Todo esto ocurre porque te ves obligado a trabajar para personas más inferiores que tú, personas torpes como nosotros que además te entregan una miserable paga por tu trabajo, ya que somos unos empleadores deleznables.
Yo mismo, desde este verano y los incidentes habidos, tan sólo te saludo. En mi torpeza, sabiendo que crees que no te quiero y que, por mi subnormalidad manifiesta, no te importo nada, procuro estar todo lo distante que tal torpeza me permite, dándote espacio para que puedas saber si te importo algo más que un pito y procurando no molestar:
-Hola Nicolás.
-Adiós Nicolás.
Poco más te digo en esta gimnasia torpe que me caracteriza, con la cual alcanzo un grado de imbecilidad mayor.
Nos dicen, esos otros adultos torpes que tan retrasados son como nosotros, que el problema no radica en que te dispares con alcohol o drogas, sino en que te fugues. Es decir, no hemos de preocuparnos por tu educación moral que, al parecer, sí hemos conseguido trasladar en nuestra estupidez, sino porque te canses y decidas largarte o bajarte del autobús antes del destino.
Son cosas de adultos torpes o de libros, como ya sabes, pero no me resisto a contártelo con la falsa esperanza de ser aún más idiota. Es como cuando uno se empeña en que le quieran y espera el amor de alguien, como se espera un contacto o una llamada y, sin embargo, si no te llaman, si no quieren estar contigo, es porque no te necesitan, porque quizá te quieren sólo «como un amigo», no como el ser que debería hacer explotar el cariño en el otro, no te quieren ni te desean con el amor que tú quieres abarrotar y que se te escapa por los poros.
En mi incompetencia, no he retirado aún de la nevera el dibujo de las peras que me enviaste hace dos años en un día gris y feo, ese dibujo pegado a la nevera con un imán de galleta «chiquilín» que le ha costado un disgusto dental a más de uno. No lo he retirado, porque aún le rezo, como a la estampita de la Virgen del Remolino que trajo Juani para proteger esta casa y que permanece abierta y esperanzada, como yo he dejado el maletero del coche, para que salga la peste del olor a pienso de conejos y gallinas —sí, ya he sacado la bolsa de basura que llevaba hace quince días y la he dejado en algún sitio—.
Ser mayor es ser olvidadizo, cegato y algo estúpido. En este tiempo, más de dos meses, no he tenido un beso o una mano tuya que se apiade de mi torpeza, pero tampoco los tengo de casi nadie y muy poco, verdaderamente poco, de quien amo; así que, aunque no me acostumbro, porque a esto, hijo mío, no se acostumbra nadie, me aguanto adelantando la noche todo lo que puedo, y luego, vago torpemente por las conciencias de los demás, las que tienen y las que yo he creado.
Hoy, querido hijo, he oído a un actor hablar de que su papel era el de un ser «muy cerebral», para descubrir que se trata realmente de un ser muy de corazón, en esa esquizofrenia de creer que ser cerebral o de corazón son cosas distintas o de creer que en el cerebro no está el corazón y al revés. Luego, me he despachado a gusto con la columna de Félix de Azúa en «El País», cuando habla de que ciertas cosas que quizá sólo sean lo que llamamos «bondad», que ni vemos ni conocemos, están hechas únicamente para que Dios las vea, y no me he resistido, en mi ignorancia, a pensar que quizá ciertas cosas de las que hacemos en tu vida diaria, son sólo para que "Dios las vea" y no para que tengan un efecto demoledor sobre la realidad: tu realidad, tan ajena a la nuestra.
En fin, hijo mío, ya conozco que puedes recordar mis sermones palabra por palabra y, en esta mi soledad e indiferencia, en la que me siento, no me pongo, quizá transgrediendo todas las normas, te envío un abrazo fuerte que no has de recibir, pero que alguien te contará alguna vez, entre tus sueños.
PaPá.