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Asunto: | NINDIRÍ-21 |
Fecha: | Tue, 10 Oct 2000 00:28:29 +0200 |
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No se había apagado aún la polémica de la muerte de Dios, la muerte de Jesús a manos de los «Jidios», que eran franceses (no lo olvidéis), cuando el sábado se reprodujo aquí un incidente que a punto estuvo de causarme un disgusto.
Yo tenía por costumbre poner las orlas y los títulos universitarios en un cuarto de baño hasta que, hace unos años, heredé los cuadros de mi padre y tal destino me pareció irreverente.
Su título de bachillerato superior ─yo lo obtuve haciendo la reválida de sexto que nadie hacía, en Madrid, por libre, en el Ramiro de Maeztu; incluso saqué buena nota, con una traducción de Séneca sobre la naturaleza─; su primer nombramiento de notario ─en Cea (Pontevedra), donde colocaban unos letreros en los árboles anunciando al Notario, como si fuera el pescadero: «El próximo Miércoles vendrá el Notario: compraventas, testamentos, reconocimiento de hijos, etc…»─; el de la Academia de San Dionisio ─que jamás supe para qué servía, ni qué finalidad tenía esa Academia, aunque el nombre me traía buenos recuerdos, pues, de pequeños, nuestro médico se llamaba así: «DON DIONITIO»; decía yo, que me curó una cojera y el dolor en un tobillo, tras mirar la suela de mi zapato y que era capaz de confundir un sarampión con una urticaria leve─; o el de su carrera de Derecho, premio extraordinario incluido.
Por eso, una vez en esta casa, decidí colocarlos todos en la escalera y les uní los míos con algunas fotos y otras cosas. La escalera está tapizada con los inacabables tomos del Aranzadi de Jurisprudencia de mi padre (hoy, junto a la legislación, todo cabe en un Dvd) y se caerá todo en el primer seísmo. Este Aranzadi recuerda a una colección enciclopédica interminable e inútil, aunque no debemos olvidar que, gracias a él, os escribo desde aquí.
Pues bien, subía yo el sábado por la escalera junto a Sebastián, que siempre mira los libros que se pierden cuatro metros más arriba (y parece que te van a comer), cuando éste se fijó en el título de Derecho de mi padre y musitó:
―¡¡¡¡FRANCISCO FRANCO!!!!
Y, parándose en la escalera, dijo:
―Este señor es francés.―Añadiendo:
―¿Y por qué el abuelo tiene ese papel de un señor francés?―me dijo con mirada amenazante.
Tragué saliva y le expliqué que Franco no era francés sino gallego, pero no sólo no lo admitió, sino que además se empecinó en que, si se llamaba «Franco», tenía que ser francés porque «los Francos» son franceses y él lo había estudiado en el colegio, y los francos eran los sucesores de «Asterix el Galo» y se lo habían dicho; y, además, Quintina, la profesora, decía que los francos eran franceses (Quintina, al parecer, es una profesora mayor, terrorífica, que, según Sebastián «te toca» un curso sí y otro no).
Tras la perorata ─todo ello en la curva de la escalera, cargado yo el brazo de puerros y cebollas, con Miércoles corriendo por el pasillo de abajo y Lúa detrás con aspecto asesino─, intenté hacerle ver que el apellido Franco podía ser otra cosa y que no significaba necesariamente ser francés.
─¡¡¡Y entonces, ¿por qué se llama así?!!!―me dijo triunfante.
Empecé a pensar que a mí me daba lo mismo que Franco fuera francés, pero me sentía invadido por un cierto pesimismo y pesaba sobre mí un sentimiento racista hacia «lo francés» pues, a fin de cuentas, «los Jidios eran franceses».
En esta cavilación profunda fui nuevamente interrumpido:
―Y este señor, Franco, ¿qué hizo?―(????)
Cogí los puerros, que se me habían caído, agarré a Sebastián del cogote y tirando de él para arriba le dije:
―Sí, tienes razón: ese señor es francés.
Satisfecho en su crueldad y sadismo, conformes la historia y yo, y apartados los malos pensamientos, Sebastián dijo leyendo dubitativo:
―¡FRANCISCO FRANCO «BAHAMONTES»!
¡¡¡Como el Señor SOTOMONTE!!! ¡¡¡El amigo de Frodo Bolsón!!!
―Efectivamente, Sebastián―le dije―y además era francés.
Ahí acabó la «Guerra Civil».
La mañana del domingo nos deparó al gallo y a dos gallinas muertas, que sospechamos obra de Lúa, pues no tocó ni los pollos, ni a los pequeños patos amarillos y negros que rodean a Arturo. Pero nada se habló de los franceses. Además, ahora, para evitar trastornos históricos, subimos por la escalera de la terraza y evitamos más lecturas de títulos que poco me falta para colgar del palomar.
Cuando esto os escribo, arde entero el cerro de San Pedro. En la noche, parece un volcán, y creo todo, obra de una quema deliberada de rastrojeras y pastos, por si hubiéramos tenido poco este verano, que ha secado encinas y aulagas en algunos sitios.
Esto de la quema de montes, aunque sea para fortalecer la hierba, me sabe mal y confunde.
…Yo quemo etapas, pero no recuerdos.
P.S. "Todos hablan del sexo; no tomes a ninguno de ellos en serio...
ni a la prostituta ni al ermitaño ni a San Pablo ni a Freud.
Ama... y tus labios y los pechos de ella se convertirán
en sí mismos, en la esencia y el vacío"
(Aldous Huxley; citando de "Edipo en Pala" en "La Isla")