NINDIRÍ-2
(19.05.2000)
Me ha comentado Paco que el árbol
en el que situó uno de los focos del jardín, más allá del granado, junto a los
cultivos de hierbas plagados de cilantro y anís, no es una morera. Si así fuera
―sostiene Paco― sus hojas se habrían helado en marzo, como las de esas cuatro,
que más parecen sauces llorones y están brotando de nuevo. Paco dice que es un
tilo y yo, que anduve bajo tilos por Beteta (“J” lo
sabe), no me atrevo a tanto sin ver el desarrollo de las hojas.
Así estaba cuando pensé llevarme
un par de hojas y compararlas con los libros de Noel Clarasó que compré en la
Feria del Libro Antiguo hace un año -¡¡y a precio de oro!!- junto a esos
trabajos tempranos de Trotsky que recuerdan alguna frescura de su proceder
posterior. Luego, pensando en no matar a alguien, agarré los libros y me
acerqué al árbol. Pasé un buen rato allí descifrando mi infortunio y se me hizo
la hora de merendar. Por suerte, aún me quedaba pan de hacía dos días y me preparé
un bocadillo de chistorra, con la que me manché los pantalones verdes de
Nicaragua y las hojas de unos apuntes sobre la abubilla que no había guardado
cuidadosamente en su sitio, junto a los dibujos a lápiz acuarelable. También me
quemé la frente, pues olvidé el sombrero, aunque no descifré, por mi torpeza,
la naturaleza del árbol.
Después, ya atardecido, con la
perra brincando por las migajas, ofreciéndome palos, piedras y piñas, según su
costumbre de jugar, me fui a observar los nuevos nidos de golondrina. Paco
había descubierto uno en el garaje que me tenía intrigado y yo llevaba varias
noches sobresaltado por la sirena de alarma, cuando se activaba sin motivo
alguno. Efectivamente, una pareja de golondrinas había empezado a anidar en el
garaje y esa era la causa de los sobresaltos nocturnos que me obligaban al
desvelo, a armarme de linterna y tijeras para buscar gusanos en los bancales.
Unos días más tarde, Paco me reconoció, algo aturullado, que había echado a las
golondrinas del garaje y que casi mata a una en el intento; rompió el nido y se
terminaron las alarmas nocturnas y los paseos biológicos. Esto me causó
tristeza y al día siguiente no desayuné ni el trozo de panceta que había
guardado del viernes, ni el par de huevos de las gallinas cuyo tamaño, aunque
no su periodicidad, parece ir mejorando.
Hoy no pueden verse las estrellas
porque hay luna inmensa, pero Lúa, que parece comprenderlo todo, se ha ido
directa al presunto tilo y se ha escondido entre la hierba alta, entre las "sombras
en la hierba" de Karen Blixen [1]. Desde
allí me llama y me provoca, pero no consigue retraer una cierta tristeza que me
acompaña cuando encuentro dificultad en conversar.
Dice Paco que, con suerte, las
golondrinas volverán al tejadillo de la terraza, junto a la parra, pero yo
creo que algo hemos hecho mal en todo ello.
Quizá las cosas pasen, me
sobrepasen y me envuelvan.
No sé, son cosas de perros,
árboles y pájaros, cosas de uno mismo que acompañan el alma, pero no dejo de
estar entristecido y tiendo a sentir lo que mi padre hubiera dicho.
[1] Isak Dinesen, “Sombras en la hierba”, Ed. Alfaguara, Madrid, 1986.