jueves, 29 de noviembre de 2001

NINDIRÍ-59.-


SAN MARTÍN

Asunto:
NINDIRI-59
Fecha:
Thu, 29 Nov 2001 02:11:52 +0100
De:
RFT
Para:
CC:

«Hay una luna alta en creciente, una luna inalcanzable.
Hay muchas reflexiones que la acompañan, la aterciopelan.
Vamos con todas, vamos de la mano.
Como ya habéis oído, mis cosas cambiaron.
No cambié yo; cambiaron las cosas.
El viento me barrió para adentro las flores de buganvilla; incluso hoy encontré gusanos entre documentos y me vinieron montañas.
Estamos todos absortos por si hemos de pronunciarnos en favor o en contra.
Venteamos la intimidad de los demás y la arrojamos al pie de la única baldosa que tenemos por asidero.»
Cuando yo os escribí esto, tenía esa luna.
Hoy hay otra.
Han pasado varias lunas.
Hay otra en creciente...
Debe ser la luna del fin del Ramadán.
Me habla la dulce vanidad de encontraros por la calle, de veros, hablaros, cuando me recordáis que ya no os escribo, que parece que echáis en falta estos mis desórdenes. Pero las cosas son como pueden ser, sin más empuje que el aliento que cada uno les damos y yo, como todos, necesito verme en esta necesidad para poder acordar lo que me acaricie, que es lo que entre muchas sombras llamamos «tener ganas», un responder, un quejido, una rendija que me aleje del vivir y me acerque a este presente. Es esa terquedad en no anotar los pequeños despertares, en no desear buscar secuencias, lo que me ocurre; pautas entre lo que sucede y lo que se vive, que nunca suelen estar en el ser.
De un tiempo a esta parte rompí cajones de esperanzas, esperanzas de ojos, y al no encontrar mi tiempo, mi época, lo que es para mí este momento vino llenándose de acciones, no de reflexiones, y así quedé en silencio que hoy me despierta, me «des-gana».

Vivían aquí (ya lo obtuvisteis) más de cuarenta conejos. Hace un par de horas quedaba uno. No acarreo ya la cesta de madera de las flores pasadas, cubierta de pienso y trufada de panes. No bajo a las zonas abiertas; las desinfecté hace días; no queda nadie. A los últimos más pequeños los vacuné el sábado pasado, ya inútilmente. A indicación de Sebastián continué hasta esta noche cargando la jeringuilla de agua con sulfamidas que hacía ingerir a los supervivientes por turnos y horas, pero no hay fruto. Establecí guardias, controles, dosis; observé y leí mucho. Me encontré preguntándome, como siempre, qué hay de mi vida perpetua, qué de mi preocupación natural, qué de mi necesidad en convenir cualquier observación natural con un ritmo frenético y obsesivo, cómo hablar de topos, serpientes o conejos sin perder esa visión de lo que parece ser importante (y no lo es, nunca lo es), sin dejarme invadir por lo cotidiano en sus obligaciones.
Cuando amanece (llevo así un mes), bajo y recojo los cuerpos rígidos: dos, cuatro, según el día. El pequeño que queda puede que no amanezca, como yo espero hacerlo.
Y así. he leído:
«Más por intuición que por un claro razonamiento, esperaba que sufriera una crisis alrededor de las tres de la madrugada, durante la guardia de primer cuartillo, cuando generalmente moría mucha gente, o al alba...»
(P. O'Brian,
"Un mar oscuro como el oporto"
Ed. Edhasa, pág.181)
Tomando pues, como buena referencia, que es antinatural medir los días desde las doce la noche, pues han de medirse, en toda su distancia, desde las doce del mediodía, entre quehaceres y padeceres asomo mi cuerpo frío a las conejeras en ese primer cuartillo, taza de mi café en ristre, agarro un par de guantes, mido la dosis de mis sulfamidas y ofrezco el agua a estos pobres seres ya medio ciegos, en desear alguna señal, que ha debido partir con esos cajones ya rotos.
Hace ya algún tiempo cambié el pienso de Lúa; había varios kilos y más de siete mil pesetas de diferencia, no estando el mundo para estos cuidados.
¿Qué ha de incidir esta pasteurelosis en mi modo de vivir, en lo que llaman mi trabajar?
Esparzo mi vista por el terreno (palabra que fascina a Sebastián) que alumbra la luna y regreso a romper lo que de mí haya quedado en soledad, que estos días va de más y desbordada entre notas de Naipaul.
No endulzo mi vida ni las vuestras, pero respiro y embadurno mis manos en los setos de coníferas.